martes, 14 de octubre de 2008

UN DIA DE JUNIO. Por Matias Stocchetti

“Caminé por las calles desiertas, o casi desiertas, de una zona de chalets. Algunos habitantes, a pesar de la hora matinal, ya estaban levantados; me miraban pasar desde los garajes. Parecían preguntarse qué estaba haciendo yo allí. Si me hubieran abordado, me habría costado mucho contestarles. En efecto, nada justificaba mi presencia allí. Ni en ninguna parte, a decir verdad”.


Era un día de junio, la verdad tenía mucho frío y hambre. Lo que primero necesitaba era encontrar refugio y comer algo caliente. En esos momentos seguía con mucho miedo y dudaba entre quedarme quieto y salir corriendo, entre gritar con todas mis fuerzas o quedarme callado.
Los pensamientos se sucedían dentro de mi cabeza a una velocidad increíble. Estaba desesperado, sin saber que rumbo tomar. En ese momento la delgada línea que separa la razón de la locura se afinaba cada vez más.
Seguí caminando uno o dos horas, no me acuerdo bien, hasta que encontré el hall de un edificio donde protegerme, más o menos dignamente, del frío.
Al haber caminado sin rumbo tanto tiempo, había perdido la orientación y no podía saber en qué lugar de la ciudad me encontraba.
Por suerte, los habitantes del edificio me dieron una mano, dándome comida y el portero me dio un poco de ropa. Así estuve en ese hall un día, pero estaba muy atemorizado, sabía que tenía que moverme porque una sospecha, un patrullero que pasara por ahí, un mínimo gesto, podían significar el fin de todo.
Entonces, seguí caminando, “Un blanco móvil es siempre más difícil que uno fijo”, pensaba. Cuando la vuelta a la nada era solo cuestión de tiempo, un cartel apareció como se les aparecen los oasis a los vagabundos del desierto en los cuentos. “ Carlos A. López” decía el letrero del nombre de la calle.

“Listo, zafé. Estoy en Villa Urquiza”. “Voy para lo de la tía Mimí”. Pensé.
Mimí en realidad no era mi tía, era una amiga de toda la vida de mi vieja pero era como si lo fuese. Cuando llegué a la calle Aizpurua, la incertidumbre me gobernaba por completo, pero sabía que el haber aparecido en ese barrio de Buenos Aires era sin duda un guiño de la suerte.
Toque el 2251 y esperé. Una voz de mujer anciana me contestó detrás de la mirilla. “¿Quién es? Me dijo”. Tía Mimí soy yo, Pedro. “No puede ser, Pedro está muerto señor” “Váyase por favor”. Luego de una larga conversación, donde di detalles que sólo yo conocía, logré convencerla y me hizo entrar.
En ese momento la zozobra que me gobernaba dejo paso a una cierta calma. Me sentía tranquilo y a salvo, sin embargo las dudas devoraban mi conciencia. No sabía que debía hacer primero, pensaba, pensaba y pensaba.
Luego de hablar con ella durante un par de días y conciente del riesgo que debía tomar y hablé por teléfono a casa. Mi madre tampoco entendía nada, y hacerle comprender la situación requirió varias llamadas, explicaciones y confesiones.
Finalmente, le pedí que por favor viniera a casa de Mimi, sola, porque necesitaba verla.
Estaba muy nervioso, pensaba exactamente que era lo que tenía que hacer y ya no estaba seguro de nada. Mi cabeza trabajaba a mucha velocidad y las dudas volvían a mí, y cada vez más me sentía arrastrado a un destino de locura.

Llegó el día del encuentro con mi madre y cuando ella apareció con Romina, cantidad de pensamientos comenzaron a clarificarse dentro de mi mente. Una inmensa alegría me recorrió el cuerpo, porque tuve la certeza de que ella aún me amaba, pero a la vez el terror de que pudiera pasarle algo me paralizaba.

Le insistí a Romi para que se vaya pero no hubo caso. “Ni loca, me decía, dos años te llore y ahora voy a seguirte donde sea, aunque fuera tres metros bajo tierra”
Profundamente conmovido mandé a mamá a hablar con Juancho ”Llévale mi documento y que vaya a la embajada de México a ver que pueden hacer, en un tiempo yo te llamo, vieja”.
De ahí en más estuvimos 2 meses escondidos en varios lugares, en lo de la abuela de Romi en Córdoba, el Chato nos aguantó un tiempo en El Bolsón y terminamos por un conocido en un pueblito de La Pampa.
El 17 de agosto de 1978 ya estábamos instalados en nuestro departamento del D.F.

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